Luisa*

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“Si algo aprendí con todo lo que viví es que la felicidad no está afuera sino en una misma. Todas las cosas que haga van a depender de mí y soy yo la que debe encontrar los caminos y las decisiones. Hay que abrir la mente, buscar. Finalmente, una siempre está sola. Hoy me siento libre de culpas, porque fui capaz de cambiarlo, a pesar de los patrones de violencia que yo traía desde niña: crecí en una casa en donde mi papá agredía a mi madre. Cuando conocí a mi pareja yo tenía 26 años, pero comenzamos a estar juntos cuando tenía 30. A los 35 me quedé embarazada y él se molestó mucho: me decía que era mi culpa y que yo lo único que quería era casarme con él. Una vez en una discusión llegó a ahorcarme. Al nacer mi hija, él no la reconoció y aún cuando estuve al borde de la muerte tras el parto, nunca apareció. Era tanto el rechazo que hasta su familia estaba convencida de que yo quería aprovecharme. Finalmente, con tribunales, logré que él se responsabilizara y comenzara a darme plata. Cuando mi hija tenía cinco años, volvimos a estar juntos y me dijo que me fuera a vivir con él, yo creo que para ahorrarse la pensión porque siempre fue muy tacaño. A pesar de que es muy exitoso en lo que hace y ganaba mucho más, yo era la que siempre estaba dispuesta a pagar.

“Nunca comenté lo que vivía por vergüenza”

Desde el principio tuvo conductas controladoras y dañinas hacia mí: hablaba mal de mis amigas, me cuestionaba por cómo me vestía para una fiesta, criticaba mi aspecto físico y hasta lo que comía. Me volví sumisa, ya no me ponía la ropa que quería, dejé de ver amigas, me empecé a anular como persona. Todo esto me gatilló mucho rechazo y comencé a evitarlo. Él veía eso como una guerra y aumentó su agresividad hacia mí. El alcohol era el principal gatillante de su violencia. Recuerdo que mantenía relaciones telefónicas con otras mujeres y se masturbaba en la pieza, estando yo en la misma casa, al lado. Con el confinamiento y la pandemia, comenzó a tomar todos los días y cuando no lo hacía entraba en silencio rotundo. En la noche, a la mitad de la botella de vodka, comenzaba su agresión. Tenía que aguantar callada y con miedo todo lo que me decía. Incluso me culpaba a mí de su alcoholismo. Yo dormía en la pieza de mi hija, las dos encerradas para que no molestara. No había respiro. Todos los días eran una pesadilla. Llegué al límite de desearle la muerte para acabar con todo este sufrimiento. Muchas veces me iba a buscar a la otra pieza y me obligaba a tener relaciones sexuales con él. Yo solo pensaba en que pasara rápido. Estaba loco sexualmente. Una tiende a olvidar todos los detalles de esos momentos, creo que por trauma.

Muy pocas personas saben todo lo que viví. Nunca lo comenté por vergüenza y para no exponer a mi hija. Cuando ya llevábamos cuatro meses encerrados, una noche toqué fondo y llamé al número público de violencia contra la mujer. Hice una denuncia en Carabineros y una noche vinieron a buscarlo para que se fuera de la casa. Yo vivo en Las Condes y esa fuera la primera ver que alguien intervenía mi situación de violencia, porque en mi edificio no se enteraban los vecinos y nadie hacía nada. A pesar de todo lo difícil que me ha tocado, me siento afortunada de haber tenido los recursos y las herramientas para poder salir de ahí y creo que algo que me ayudó mucho, en esos meses de encierro donde no veía salida, fue caminar. Recorría largas distancias en los ratos que duraba el permiso de circulación. Hoy subo cerros y creo que es una de las terapias que más me ha ayudado a estar mejor”.

*Luisa es un seudónimo para mantener el anonimato de este testimonio.