“No recuerdo cuándo fue la primera vez que él me pegó, porque la violencia siempre existió. Su amor me atemorizaba, pero yo pensaba que era normal porque vivía rodeada de historias de mujeres golpeadas. Cuando comencé a pololear con él en el liceo de Paillaco, a los 13 años, me vigilaba y no me dejaba tener amigos. Luego me embaracé de mi primera hija, a los 15, y me fui a vivir con él y sus padres. Durante esos meses el único lugar donde me pegaba era en la guata y aunque sus papás sabían, nadie hacía nada. Su mamá me repetía que la vida era así y las mujeres tenían que aguantar.
Mi plan siempre fue seguir estudiando, por eso terminé el colegio y entré a técnico en enfermería en Valdivia. Quería ser autónoma, tener mi dinero y separarme, pero no pude. Además de quitarme mi dinero y usar mi tarjeta como quisiera, me obligó a casarme con él. Los golpes continuaron y aunque eran duros, con los años dejaron de doler. Era raro que pasara un día sin pegarme. Me miraba al espejo y me preguntaba a mí misma por qué lo hacía si yo no le daba motivos: no salía, mantenía la casa, nunca le decía que no. Él era cruel. Podía estar pegándome en el piso durante media hora y luego me pedía que me levantara con una sonrisa y le sirviera once. Solo mi mamá y una amiga sabían lo que yo vivía. Por eso trataba de que me pegara del cuello hacia abajo: no quería que nadie supiera. Cuando los golpes ocurrían en la cara, intentaba taparme con chasquilla o maquillaje. Fui adquiriendo todas las habilidades para que nadie sospechara. Me automedicaba con antidepresivos. Creo que él me enseñó a no demostrar mi tristeza: lo importante era ponerme una máscara y sonreír.
“Yo lo único que pedía era que por favor no se le pasara la mano. Me tenía prohibido morir por mis hijas”.
Al nacer mi segunda hija, todo empeoró aún más. Yo pedía que por favor no me matara: me tenía prohibido morir. En una ocasión me pegó tanto que tuve que estar 15 días en cama, sin poder ir a trabajar. Y cuando me levanté, lo primero que hizo fue pegarme de nuevo. Temía seriamente por nuestras vidas. El día en que retomé mi trabajo, salía temprano y dejé a mis hijas donde mi mamá. Llegué al consultorio fingiendo que todo estaba bien. Mis compañeros celebraron mi llegada, porque yo era la que alegraba el ambiente. Mientras tanto, mi marido me llamaba desesperado al teléfono del consultorio. Yo no quería contestar. A los 20 minutos llegó. Cuando lo vi entrar con su cara de descontrol, pensé que me mataría con el revólver que tantas veces había puesto en mi cabeza. Me escondí detrás de mis amigas, pero él me agarró del pelo y comenzó a pegarme como siempre. Los que trataron de defenderme terminaron heridos. Yo solo intentaba no resistirme. Me dejé morir ahí, hasta que de repente sentí que una mujer vestida de blanco intervino. Desperté en una camilla. Estaba rodeada de mis amigas, todas llorando. Mi cuerpo estaba quebrado, pero a mí no me dolía nada. Lo primero que hice fue llamar a mi mamá para pedirle que escondiera a mis hijas. Y luego pensé en volver a mi casa lo más rápido posible para que él no se enojara. Pero mi jefa no me dejó. Había puesto una denuncia y ya no había vuelta atrás. Me fui directo del hospital a una casa de acogida con mis hijas. Yo estaba enferma y necesitaba ayuda. Siempre pienso que si no hubiese ido a trabajar ese día, hoy estaría muerta. La experiencia en la casa de acogida fue muy difícil. Mi hija mayor sentía mucha culpa: él siempre le había repetido que el día en que nosotras nos fuéramos él se quitaría la vida. Fue duro aceptar la nueva realidad y asumir que lo que nos pasaba era grave. A los seis meses logré salir y comencé a reconstruir mi vida con muchas dificultades, porque él seguía suelto y el peligro de que me volviera a atacar estaba latente. Luego de tres años puedo decir que me siento fuerte, que ya no soy la misma de siempre y que me amo. Volví a casarme: cuando logras amarte sabes lo que quieres para tu vida. Aún tengo los dolores y las cicatrices que me recuerdan todo lo que viví. Él estuvo apenas dos años preso y hoy nuevamente está libre, por eso yo ya no espero nada. Si pudiera tener una varita mágica, borraría todo lo que tuvimos que pasar, sobre todo por mi hija mayor, que sufrió tanta violencia psicológica y amenazas. Pero lamentablemente el pasado siempre va a estar ahí, con la gran diferencia de que hemos aprendido a superarlo. Hoy trabajo para que otras mujeres no vivan lo mismo que yo. Soy monitora del Sernam y participo en distintas instancias de Paillaco, algunas con mis hijas, para prevenir la violencia hacia la mujer”.

