“El 8 de septiembre era domingo. Yo ya estaba instalada en la casa de mi mamá viviendo con mis hijos. Juan iba a visitar a los niños casi todos los días, pero lo noté algo extraño. Estaba más callado que nunca. Tomó mi teléfono, y como siempre, empezó a revisarlo. Yo lo ignoré y lo bloqueé por completo.
Mientras almorzábamos con mi mamá, él se quedó con nuestro hijo más pequeño, Alejandro. Me acerqué a él para decirle que necesitaba comprar pañales y otras cosas. Salimos los dos, con Alejandro, camino al supermercado. Juan quiso hacer una parada porque no traía dinero. Apenas llegamos, sentí algo extraño.
Me pidió que me bajara del auto, pero le dije que no. Me habló con un tono de voz particular, noté que algo andaba mal. Me abrió la puerta, me cerró el paso, me hizo bajar y sentí miedo, aunque tener miedo fuera la costumbre. Pensaba que iba a ser una de las típicas y largas discusiones donde él me reprochaba ‘dime con quién estás, por qué me engañas’, con gritos y más gritos y amenazas. Acostumbrada a todo eso, me bajé del auto. No se notaba alterado o descontrolado, todo estaba calmado para lo que yo suponía que venía. Puso música, muy fuerte, no la quiso bajar cuando se lo pedí. Estaba buscando algo. Yo seguía con miedo y con mi hijo en brazos.
En un momento me pidió que me quitara los zapatos y la chaqueta, que dejara al niño en el sillón y que lo acompañara a una habitación. No sabía cuál era su intención, pero sí que se venía algo fuerte. Antes de ir con él, miré a mi hijo por última vez con un mal presentimiento, pero con la seguridad de que todo lo malo se iba acabar, toda la basura y repugnancia que estaba viviendo se iba a terminar. Lo presentía y me entregué.
Entramos y empezó a hacer las típicas preguntas mientras me trataba de ahorcar con su brazo, dejándome casi sin aire. Era un hombre con ira, con mucha más fuerza que yo. Me amarró las manos y si bien logré zafarme, fue todo en vano. Me llevó al dormitorio y, aunque yo intenté que recapacitara, que habláramos, me decía que yo lo engañaba y no podía salir de esa idea y no quería hablar. Tomó mis hombros, me dio un golpe en la cara, me tiró al suelo y se me abalanzó encima. Cuando sentí que me había fracturado un hueso, lo vi desaparecer y volver con un cuchillo. Pensé que me lo iba a enterrar, que me iba a matar, grité como nunca, pidiéndole que por favor no me haciera daño. Mientras tanto, escuchaba de fondo llorar a mi hijo, me atacó los ojos y dejé de ver.
Me quitó los globos oculares y me dañó el nervio óptico. Yo nunca voy a volver a ver, ni aunque me fuese al otro lado del mundo voy a volver a ver.
“No tenía otra opción: o me dejaba morir o volvía a vivir”.
Me dejó en el suelo. Como pude, traté de buscar a mi hijo, pero no me dejó. Me llevó a la ducha, se abalanzó sobre mí y no me dejó salir. Luego fue a buscar a mi hijo y me lo pasó. Estuvimos harto rato juntos, le di pecho. Seguía sin ver nada, pero lo sentía ir de un lado a otro, hacer llamadas. Hubo momentos en los que yo dejé de escuchar, de sentir, ni siquiera me sentía viva. Le llegué a pedir que me matara, ahí me dijo que no y me levantó, me puso la ropa mojada y me llevó al auto con una toalla en la cara. Empezó a recorrer la ciudad. Yo, sin saber dónde andaba, sin sentir ningún dolor todavía, sólo sabiendo que no veía, no lloré ni pataleé.
Llegamos a la casa de un hombre que no conocía. Juan lo había llamado antes. Escuché que conversaba algo, le dijo que se subiera al auto y ahí le preguntó un par de cosas. Luego sentí el disparo. Por las noticias, después, me enteré de que se llamaba Mario, pero en ese momento yo seguía sin sentir nada, no me importaba nada.
Cuando tiró el cuerpo de Mario, me dijo ‘uno menos, vamos por el otro ¿quién es?’. Para terminar con todo esto le dije que era él, que Mario era mi amante, pero no me creyó y fuimos a la casa de Claudio. Yo no lo contradecía, sabía que esa era la única manera de salir con vida, siguiéndole la corriente. Encontró a Claudio y escuché que le preguntó si andaba conmigo, el chico le dijo que no, pero Juan sacó la pistola y antes de dispararle le dijo ‘lo siento’. Yo me desesperé, empecé a gritar, a pedirle que me lleve al hospital, él me decía que me iba a llevar, pero que primero íbamos a la casa de mi mamá porque también la iba a matar. ‘Te vas a quedar sola’, me dijo. De tanto que le rogué me llevó al hospital, me dejó ahí y yo confundida lo último que le dije fue ‘¿Hay gente?, ¿Hacia dónde voy?’, me dijo que a la izquierda. Yo me perdí, me fui en un bache muchas veces y con mi bebé en brazos. Gritaba pidiendo ayuda, escuchaba autos, estaba en una carretera, sin tener idea en qué parte me había dejado tirada.
Pasamos la noche al frío, con mi niño tapado entre mi ropa, tratando de mantenerlo con calor, le repetía al bebé: ‘Papacito, va a llegar alguien pronto’. Al día siguiente, en la madrugada, una señora que vivía a unas parcelas de distancia se me acercó. Sentí como el alma me volvía al cuerpo. ‘Nos encontraron, papito’, le dije a Alejandro. Me levantaron, me quitaron al niño y me llevaron al hospital mientras me hacían mil preguntas, mucha gente que quería saber quién fue. ‘¿Quién te hizo esto? ¿Cómo te llamas?’.
Me desperté sin saber día ni hora, sólo escuchaba que mi familia me hablaba, nada más. Estuve casi tres meses en el hospital con atención sicológica, psiquiátrica y médica. Lo único que me importaba era saber si volvería a ver. Se me cayó el mundo cuando me dijeron que no. Lloré, grité muchas veces y las palabras no me consolaban, no pensaba en terminar mi carrera o cómo iba a hacer para trabajar: lo único que me importaba era volver a ver a mis hijos. Estaba completamente desconsolada, cómo los iba a cuidar, a atender. Nada de lo que me dijeran tenía consuelo. No tenía otra opción: o me dejaba morir o volvía a vivir.
Volví a nacer. Tomé todo lo que me entregó el hospital, terapia que me ofrecían, terapia que tomaba. No rechacé ninguna ayuda psicológica, psiquiátrica, de lo que fuese, yo decía a todo que sí. Así empecé a sentir el apoyo de mucha gente, lo que me animó mucho. Me dijeron que iba a poder terminar mi carrera, que iba a defender mi tesis. Mis papás iban siempre a verme, eso fue fundamental. Y mis amigas estuvieron todas ahí también.
En febrero de 2015 me vine a vivir sola, volví a mi trabajo y a ducharme sola, a comer sola, empecé a ser yo nuevamente. Lo importante es que mis hijos están conmigo y los disfruto, sé que van a crecer y vamos a salir juntos. Por ahora no puedo sacarlos a un parque o a los juegos, pero ya lo voy a poder hacer y voy a poder vivir con los dos, porque por ahora sólo vivo con uno”.
