blanca
asencio

(57)

“Tengo cicatrices en la cabeza, en los brazos y las piernas, pero la cicatriz que nunca se sana es la que queda en el corazón. Las demás se pasan, pero la marca en el alma no se olvida nunca. Era como la dictadura: lo que él decía se hacía. Yo lo llamaba don Rigo, porque le tenía miedo y respeto. Lo conocí cuando tenía 15 años, sacando papas en Río Frío, un pueblo chiquitito cerca de Puerto Montt a la cordillera. Al poco tiempo me obligaron a casarme con él y nos fuimos a vivir a un fundo, en donde ordeñábamos vacas. Yo no sabía nada de la vida. Él tomaba y a veces no podía cumplir con la lechada y tenía que hacerlo yo sola: hasta 25 vacas hacía en un día. Los golpes empezaron a los tres meses de casados y nunca más pararon. Cuando tenía 18 años, y con dos hijos hombres, nos fuimos a vivir a Punta Arenas por trabajo. Le ofrecieron ser cocinero en la dirección de aeronáutica y la posibilidad de terminar su enseñanza media. Yo me quedé en casa, con mi cuarto básico, criando. Pensaba que ya vendría mi oportunidad para retomar los estudios. Pero eso nunca ocurrió. Recuerdo que durante esos años a mi marido lo acuartelaban en la montaña durante varios días y cuando bajaba era a puro castigarme: pescaba su cinturón, se lo enrollaba en la mano y me pegaba con la hebilla. Cuarenta años aguanté con él, y diría que treinta de esos fueron muy malos. Tuvimos cinco hijos y fue gracias a uno de ellos que pude salir de ahí. Un día me agarró y me llevó a una casa de acogida en Osorno porque veía que el matrimonio venía muy mal.

“A veces pienso que si él no se hubiera ahorcado, yo no estaría dando mi testimonio”.

“Mamá, yo te salvo a ti y que mis hermanos salven a mi papá, porque en cualquier momento te mata a ti y luego se mata él”, me decía. Estuve cuatro meses internada y cuando salí me sentía feliz, optimista. Pero no imaginaba que al día siguiente estaría llorando amargamente. Mi marido se ahorcó a las 12.30 de ese día. A pesar de que yo venía distinta y de que estaba mejor, todo se me derrumbó. No estaba preparada para verlo morir. Yo que estaba sana quería ofrecerle una mano, pero no pude y quedaron muchas cosas inconclusas. Aunque a veces pienso que si él no se hubiera ahorcado yo no estaría dando mi testimonio y sería una víctima más. Dos de mis hijos, tras su muerte, se fueron en contra de mí. Me culpan de todo y para ellos estoy prácticamente muerta. Ni siquiera me dejan conocer a mis nietos. Pero qué más puedo hacer. Solo dejárselo a dios y confiar en las personas que sí me han ayudado. Por suerte ya voy saliendo de esto, pero es duro volver a recordar”.